Berlín 26 de febrero del 2022
Mi madre estaba hablando con mi abuela Janny, pero no les prestaba atención. Estaba absorta en la historia de mi familia. Me habían contado el porqué era tradición poner el nombre de Johanna a la primogénita. Era según el árbol genealógico mi bisabuela. Mi querida bisabuela Johanna Eck. Me enfadé al principio, habían tardado demasiado tiempo en contarme su historia, pero ahora entendí que era el mejor momento. Ahora a mis dieciocho años tenia la capacidad de entender la magnitud de su acto. Sentí orgullo, sentí la ganas de dar a conocer su historia.
Me imaginé estar en marzo del 1942 y ver cómo ayudó a Heinz, un chico joven judío que nadie quería ayudar por miedo a las represalias, pero ella no tuvo miedo. También gracias a su casera conoció Elfriede Guttmann. Quien en diciembre del 1943 la Gestapo hizo una redada en su casa, ella pudo escapar después de esconderse debajo de unas de las cama. Mi bisabuela no dudó en ayudarla.
Veía a mi bisabuela como una heroína, como el protagonista de La lista de Schindler pero más humilde, me imaginaba que sentiría la noche del 30 de enero de 1944 donde reinó el caos en el cielo de Berlín. Ella aprovechó la confusión que reinó para registrar a Elfriede en las oficinas policiales bajo el nombre de Erika Hartmann, cuya casa y documentos se habrían quemado supuestamente en el reciente ataque aéreo. Por medio de este subterfugio consiguió legalizar la existencia de la joven judía y registrarla oficialmente como inquilina de su apartamento. Me pregunté: «Que habría hecho ella en esta guerra».
No pude dormir, la historia de mi bisabuela era tan extraordinaria. Empecé a fantasear viviendo su historia.
Llevaba cuatro horas conduciendo, acababa de llamar a mi madre, chilló al principio, pero yo sabia que las aguas se calmarían. Teníamos genes de Johanna Eck.
Me quedaban diez kilómetros para llegar a Chelm la frontera de Polonia con Ucrania.
Había hecho ochocientos kilómetros desde Berlín a Ucrania con mi amiga Sofia que se había unido a mi causa. Había cogido la furgoneta de reparto de mi padre, teníamos una cafetería y una panadería en Berlín que nos iba bastante bien.
Habíamos empleado casi dos mil euros en comidas y algunas cosas básicas, el dinero lo habíamos ahorrado Sofia y yo durante un año para el viaje de fin de curso pero pensamos:«Ya tendremos oportunidad de conocer el caribe en otro momento».
Llegamos y el sitio era un auténtico caos, hacia frío y veíamos gente que llevaba días caminando llegando a la frontera exhaustas.
Había gente de todas partes de Europa ayudando. Gente que había hecho más de dos mil kilómetros para traer ayuda y llevarse a gente de acogida.
Mi mirada se posó en una mujer con un abrigo rojo y pelo blanco. Era pequeña, menuda, sus manos arrugadas que significaba que había trabajado mucho. No lo pensé ni dos veces, se vendría de vuelta conmigo. Trabajaría en la cafetería de mis padres para poder ayudarla pero no la dejaría ahí. Al principio no entendía lo que le decía hasta que una chica que hablaba Ucraniano le explicó lo que queríamos hacer. Al principio no quería, le vi esa mirada de recelo, de miedo. Pero luego supongo que pensó y vio los pros y contra.
De vuelta no dejaba de mirarla, me daba pena, era hija de la guerra y ahora sería abuela de otra guerra. Nos trajimos con ella también su perro. Pensé: «Por fin tendré un perro en casa».
Mi madre puso otra cama en mi habitación, ella dijo «Como tú eres quien la ha traído, es tú responsabilidad también».
Alguna que otra vez con ayuda de mis vecinos hago de nuevo ese mismo trayecto para llevar cosas y traer a gente que mis vecinos acogen. Alina que así se llama mi abuela ucraniana siempre me quiere acompañar. Siempre me asombrará la fuerza que tenía. Ni una guerra mundial, ni una pandemia y ahora de nuevo otra guerra podría con ella.
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